11 de julio de 2013

Todas Mis Muertes

Los veo bailar en torno al ataúd, tienen feliz la mirada. Llevan vestidos de vivos colores, pelucas antiguas y un extraño tinte oscuro sobre sus bocas; ninguno se parece a otro, son veintiséis hombres y mujeres de variadas edades danzando al ritmo de un pasodoble. No sé si saben que estoy muerta. Me miran, me besan, me tocan las manos y siguen bailando. Hay una niña en el fondo del cuarto rodeada de dos grandes velas que coronan mi destino, lleva un vestido rojo, tiene rojos los cabellos y negros los deseos. Es la única que no baila, me observa, sonríe y parece no verlos. Sus manos se mueven mientras sus dedos se anudan, está jugando con una moneda; la pasa de un lado a otro, es a un lado brillante como el lucero, al otro oscura como la tinta. La niña se acerca tranquila, sorteando los pasos hasta llegar a mi lado, se pierde por un momento en las suaves telas que me abrigan de un frio diferente. Tiene el conocimiento de miles de noches, en puntas de pie se estira y deja la moneda girando sobre mis manos. Vuelve la mirada hacia mí, ya hizo su elección, solo puedo escoger perecer bajo la cruz.
La moneda se detiene mientras surca mis nudillos, sale mi suerte. Estoy parada en el centro de todo vestida de negro, solo hay una luz que nace encima de mi cabeza iluminándome a mí y a los veintiséis féretros pintados de carnaval. 
Todas las tapas se encuentran abiertas, adentro los veintiséis cuerpos vestidos de blanco con los rostros maquillados y el pelo revuelto. Están todos los que bailaban, todos excepto la niña. Sin la música se torna aburrido, me lloran los ojos, ya nadie me mira. Los beso pero sé que no me sienten, todos ya se han ido, solo queda la carne que se pudre lenta mientras los despido. En el rincón del cuarto, en el piso algo brilla, no veo una puerta y solo quiero irme, parece la única salida. Allí está la moneda, me mira con burla en la cara, sospecho que sabe que el azar no forma parte, alguien ya trazó mi destino. Solo puedo seguir el juego, lanzarla para salir de allí. Otra vez gano la jugada, en las ruinas de lo que alguna vez fue una casa, los veintiséis comensales celebran una cena.
Estoy parada frente a ellos, parecen no verme, les grito pero no me oyen. Mientras las bocas se mueven huyendo del eterno silencio de la muerte, el aire se va enviciando de ruido, las copas con vino chocan en el centro de la mesa. Intento cruzar bajo el arco, una fuerza invisible me frena. Abriéndose paso la niña aparece, mueve su roja pollera de un lado a otro viendo como la tela es libre frente al espejo, alza la mirada y me observa. Sabe que estoy encerrada dentro, tiene otra vez la misma sonrisa hueca. Acerca sus manos al espejo y empuja con una fuerza capaz de mover un universo completo. El espejo gira una y otra vez, todo es vacío hasta que al fin se detiene.
Me hundo en los adoquines, en las tibias manchas rojas que crecen alrededor mío. Siento el aire rozando mi dolorido cuerpo desnudo sobre la fría noche estrellada. Hago pequeños movimientos que no son suficientes, intento hablar pero parece que el aire se escapa por alguna parte. La noche se diluye en la luz matinal, finalmente alguien sale afuera; es una mujer que al verme tendida en medio de la calle, corre hacia mi mientras grita pidiendo ayuda. De a poco veintiséis vecinos me rodean, me cubren con mantas y me acarician la cabeza pidiéndome calma mientras buscan un médico. Escucho sus pasos, ya está cerca, la niña aparece junto a mis pies con el triunfo pintado en el rostro y el abismo en sus ojos, tiene en la mirada algo de olvido y de despedida.
La sangre se me va yendo del cuerpo, solo me queda el espíritu vivo, ella lo sabe, se está alimentando de ello. Me toma por los pies, sonríe mientras alza la mirada al cielo. El mundo comienza a girar como una canica gigantesca, todos se sostienen con los pies aferrados a la tierra, pero yo no puedo y caigo hacia el cielo demasiado rápido, nada ni nadie detiene mi caída. Las nubes se queman, arden de vivo fuego, voy directo hacia ellas. El fuego me envuelve pero no me quema, la niña ahora adulta me mira por encima, no deja de reírse mientras la piel crujiente le resuena.
El humo me envuelve como un torbellino y todo da vueltas de nuevo, el dolor regresa. El cuarto se incendia, la casera grita, los pasillos se quiebran y las paredes ceden al calor. Solo se oyen corridas y gritos y el pasodoble que suena en el estéreo del cuarto contiguo.
Veintisiete inquilinos mueren en el incendio de un edificio de departamentos, solo sobrevive una niña de rojos cabellos que juega con velas en el piso de arriba.

por Victoria Montes

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